Nunca me ha gustado la
idea de crecer. Durante toda mi vida he deseado algún método para permanecer en
la mejor edad posible. Primero pensaba que los quince eran lo mejor, hasta que
llegaron los dieciséis y las ventajas de estar en bachillerato. Después desee
tener para siempre esos fantásticos diecisiete, hasta que los dieciocho y sus
fiestas me hipnotizaron. Me volvió a suceder con los diecinueve y la vida
universitaria, y, evidentemente, con los veinte. Pero cada vez que deseaba no
crecer, más me daba cuenta de que lo que no deseaba era volver a los que habÃa
creÃdo mis mejores años.
Una vez, caminando
junto a mi madre por el paseo marÃtimo de Las Arenas, le pregunté si ella no
desearÃa volver a ser joven, a tener mi edad por aquel entonces. Su respuesta
que sorprendió: un rotundo no. Me dijo que disfrutaba de las novedades de cada
año y que, sobre todo, no deseaba volver a la adolescencia, la cual recordaba como una pesadilla llena de granos. Para mÃ, una
adolescente en plena edad del pavo, me pareció una locura. Los adolescentes no
tenÃamos preocupaciones más allá de los exámenes, el acné, los chicos de clase
y los aparatos dentales. PodÃamos perder la tarde jugando a la PS y no pasaba
nada.