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Convivir con la pérdida

De pequeños solemos pensar que la realidad que vivimos es como siempre va a ser, que hay una jerarquía inamovible entre hijos, padres y abuelos. Yo recuerdo que pensaba que siempre iba a ser una niña. Sí, tenía constancia de que cumplía años, pero no de lo que eso significaba realmente. No sé, es raro. La cuestión es que, hasta cierta edad, no notamos los cambios en nuestra vida. Situación económica, mudanzas, rupturas, pérdidas...

Llevo unos días pensando que, quizá, parte de la madurez sea aprender a convivir con la pérdida. Si de pequeños apenas nos percatábamos, de adolescentes lo sentimos más. Las primeras rupturas son muy dolorosas, el distanciamiento con grandes amigos, la pérdida de un ser querido... Conforme vamos creciendo es cuando vamos aprendiendo que todo eso es parte natural de la vida y que hay que convivir con ello de la mejor manera posible, ya que las personas van y vienen en nuestras vidas, por unas u otras razones.

Todo esto ha venido a raíz del fallecimiento de mi abuelo. (Es por eso que mi actividad en el blog se vio afectada). Para mí, está siendo muy difícil, pero, por otro lado, una parte de mí sabe que es un proceso natural por el que tenía que pasar tarde o temprano y del que no se libra nadie. Dejando a un lado los tópicos, esa es la única verdad que hay que pensar cuando toca enfrentarse a un pérdida.




Lo que he aprendido de mis prácticas de verano

Hubo una entrada que nunca llegué a publicar. Era larga y llena de reflexiones sobre lo que estaba pasando en mi vida. Y es que, como ya os conté, el fin de mi etapa de máster me provocó una ansiedad terrible con la que tuve que lidiar. Afortunadamente, le gané la batalla. Pero para ello tuve que entender qué me estaba sucediendo y por qué. La respuesta a eso fue muy simple: tenía miedo.

Cometemos un grave error subestimando al miedo. El miedo no es solo esa sensación que tenemos cuando creemos que hay monstruos en el armario. El miedo es algo tan común que podemos llegar a experimentar varias veces en un solo día y en situaciones cotidianas. Miedo a que nos dejen solos, a ser peores que los demás en algo, a encontrarnos a alguien no deseado por la calle, a que nos despidan del trabajo, a no dar la talla en una tarea... En mi caso, tenía miedo a qué me esperaba después. A no creer si sería capaz de estar en un puesto de trabajo, o tan siquiera encontrarlo.

¿Sabéis cuál es la reacción más lógica ante el miedo? Huir. Sin embargo, la mejor manera de superar un miedo y que este se vaya de nuestra cabeza para siempre es enfrentarlo. Así que, sin esperar a que nadie me dijera lo que tenía que hacer, eso hice, pedir prácticas en un periódico y salir al mundo laboral de un saltito.

No solo perdí el miedo, sino que me encantó hacerlo. He aprendido mucho en estos tres meses, he conocido partes de mí misma que pensaba que no existían y me he puesto a prueba constantemente, sin permitirme decir que no a nada. El resultado ha sido maravilloso y una de las mejores experiencias de mi vida. Hoy he realizado mi última rueda de prensa como becaria en La Crónica de Salamanca, y quiero compartir con vosotros todo lo que he aprendido.




Crecer

Nunca me ha gustado la idea de crecer. Durante toda mi vida he deseado algún método para permanecer en la mejor edad posible. Primero pensaba que los quince eran lo mejor, hasta que llegaron los dieciséis y las ventajas de estar en bachillerato. Después desee tener para siempre esos fantásticos diecisiete, hasta que los dieciocho y sus fiestas me hipnotizaron. Me volvió a suceder con los diecinueve y la vida universitaria, y, evidentemente, con los veinte. Pero cada vez que deseaba no crecer, más me daba cuenta de que lo que no deseaba era volver a los que había creído mis mejores años.

Una vez, caminando junto a mi madre por el paseo marítimo de Las Arenas, le pregunté si ella no desearía volver a ser joven, a tener mi edad por aquel entonces. Su respuesta que sorprendió: un rotundo no. Me dijo que disfrutaba de las novedades de cada año y que, sobre todo, no deseaba volver a la adolescencia, la cual recordaba como una pesadilla llena de granos. Para mí, una adolescente en plena edad del pavo, me pareció una locura. Los adolescentes no teníamos preocupaciones más allá de los exámenes, el acné, los chicos de clase y los aparatos dentales. Podíamos perder la tarde jugando a la PS y no pasaba nada.